Coherencia y continuidad
Entrar en el mundo del arte de Joaquín Ferrer es entrar en un recinto personal e intransferible lleno de sugerencias y en una invitación a reflexionar sobre la existencia del artista, sus razones, sus circunstancias, sus planteamientos… Entre esas circunstancias no es la menos importante la de sus orígenes y sus razones, por cuanto su técnica, desde el principio, ha estado vinculada a la profesión de delineante, que era la de su padre, y a su primera educación siempre cercana a labores artesanales de su madre como decoradora y bordadora de telas.
No eran además los únicos que se dedicaban a ese tipo de trabajo en su entorno ya que había otros casos familiares y de amigos cercanos. Si el destino marca, no cabe duda de que en el caso de Joaquín así ha sido a pesar de que ese mismo destino le hizo una mala pasada al perder la visión de un ojo. Una circunstancia que superó y que quizá condicionó a elaborar una pintura sin perder el concepto y la limitación de la superficie plana, que no nos engañemos, ha sido la de siempre a lo largo de la historia aunque muchos lo hayan olvidado.
Y es sobre esa superficie donde se produce el milagro de creación y recreación de un espacio lleno de sugerencias en el que vamos descubriendo un mundo a partir de los elementos y formas elementales, como es la raya o el punto, que se van enriqueciendo hasta conformar un barroquismo contenido y abierto cuyos límites de abstracción son marcados por la mirada de quienes contemplan la obra. Me refiero a esas sugerencias citadas que aportan las formas y los colores de esas pinturas.
Por una parte no soy el primero que observa referencias marinas o superficies geográficas de miradas cenitales o formas vegetales o zoomórficas primarias de microorganismos ampliados a través del microscopio. En cualquier caso la naturaleza. Una gota de agua puede descubrirnos un mundo maravilloso y fantástico, al igual que una obra de Joaquín Ferrer. Entramos en unos abismos llenos de ondulaciones, ritmos, bifurcaciones, formas que no pierden su unidad a pesar de recorrer la superficie enmarcada con libertad y atrevimiento.
La unidad la marcan los fondos, pintados al óleo, suaves, delicados, de tonalidades vaporosas y cuya voluntad de neutralidad sólo se rompe con el color y sus difuminadas variaciones de tonalidad. Las formas aparecen tras un minucioso trabajo de líneas y de colores que se unen y complementan para ofrecer un resultado de conjunto en el que destacan matices con voluntad de tonalidades diversas (ocres, amarillos, azules, verdes, rojos…) casi siempre tendentes al gris, o al menos, a tonos neutros y contenidos, salvo algunas explosiones de colorido, como es el caso de sus obras con predominio de rojos. Esas formas, prefieren la técnica del acrílico y nos ofrecen también un aspecto que de por sí ya merecería un estudio en estas obras: la ilusión óptica, una de las constantes que nos marcan el camino en cada obra y en el conjunto de ellas.
Lo que más destaca de esas pinturas es su minuciosa técnica de elaboración a base de rayas que se entrecruzan, se cortan, cambian de tonalidad, se mezclan, buscando resultados casi matemáticos, de encaje, que han requerido en cada caso, una larga y paciente preparación. En contraste, la libertad de las formas que finalmente se ofrecen al espectador. Aquí sí que no me apura decir que, en ese sentido, Ferrer es uno de los pintores que conozco con una mayor disciplina de trabajo y mayores conocedores de esa técnica tan difícil que encuentra la libertad a través de la laboriosidad y el detallismo.
Los resultados son brillantes, variados, difíciles para quien sólo busque lo anecdótico, luminosos y admirables para quien reconozca la dificultad de este estilo propio de virtuoso. Y para quienes quieran más, para quienes sepan y puedan ir más allá de lo que se muestra, pueden encontrar un mundo de amebas, algas, paisajes observados por el águila y el cóndor, referencias mitológicas (dice la leyenda que un día lejano, los genitales del sol cayeron sobre las aguas, y así se formó la vida, poética explicación india de la fotosíntesis), referencias de otros pintores, quién no las tiene, desde Mompó o Sempere a Millares o Zóbel, por nombrar algunos ya reconocidos por el artista. O también el recuerdo de la pintura oriental, no la pincelada zen o el sentimiento expresado literariamente en el haiku sino las sutiles y virtuosas formas y colores de los siglos de oro de la pintura china.
Finalmente, entrar en la obra de Ferrer es entrar en un mundo poético coherente y complementario, sus obras nos llegan en un mismo idioma, con formas y colores que se entrecruzan, degradan, resurgen, vuelven a aparecer, nos esconden intenciones como si de elipsis se tratara, como si estuviésemos ante un alfabeto de signos que vamos aprendiendo conforme contemplamos las obras que nos van invitando a que tomemos nota de lo que vemos porque volveremos a encontrarlo con un nuevo significado, con una nueva connotación pictórica o formal.
Y lo más importante: es una pintura que no se olvida, que no se confunde con ninguna otra, que no hace trampas, que nos sugestiona.
Alberto Sánchez Millán
